Inquietas retozaban en el parque, las braguitas se les
veían, según el lugar en donde se hiciese el tío que las acompañaba y la mirada
escrutadora de algunas señoras encopetadas. Sus risas resonaban mientras
se movían al vaivén del columpio. Eran huérfanas, de no haber sido por el tío
Hugo, hermano menor del padre, seguramente habrían ido a parar a un
orfanato. Fue Hugo quien les enseñó modales, a leer, a escribir, a orar, a
levantarse y a divertirse. Les enseñó el juego de las escondidas, mientras Eva
y el tío se escondían, Susy contaba hasta cien y como era tan pequeña se
demoraba mucho. Disgustada la pequeña Susy no quería contar más, quería que Hugo la llevara a esos lugares donde ella nunca los
encontraba.
Eva no quería que Susy se escondiera con Hugo, no encontraba en el juego
con él, la magia que hallaba cuando rodaba sobre el pasto en el parque, o mientras
con otros niños corría como una cervatilla silvestre por las laderas. Cuando
jugaba con Hugo, Eva no reía, enmudecía y sus ojos suplicaban, no
más juego. Hugo, comprensivo y amoroso, accedía entonces a leerles cuentos,
así que sentaba a Eva en sus piernas, mientras Susy se hacía al lado.
Eva suspiró hondo, respiraba con rapidez, sus piernas temblaban, aún así se
acercó a la cama de Susy, la miró mientras dormía, levantó las sábanas, le
subió el camisón y despacio le bajó sus braguitas estampadas con
corazones diminutos, tal como le había enseñado el tío Hugo. Susy trató de
moverse pero Eva la tranquilizó, le besó la mejilla, el pecho y el
ombligo. Sintió tanta curiosidad y deseo. Hacía mucho frío, una sensación
de estar flotando la invadió y entonces apareció nítida la imagen de Hugo, así
que se despojó de sus braguitas de seda.
Durante veinte largos años Eva guardó silencio sobre lo que pasó aquella
noche. Sólo entonces Susy lo supo.
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