domingo, 25 de abril de 2021

COSQUILLAS

La mañana en que Aristóbulo murió, los tres muchachos no fueron a la escuela, se quedaron con Leonor. Ella no dijo nada, no lloró, sólo sentía una tristeza que había llegado para quedarse.

Comen en silencio. El mayor lo rompe, se impone que alguien hable en el rancho donde vivió y murió Aristo.  Sabemos sumar, restar, multiplicar y no vamos a volver a la escuela, nos quedamos a ayudarle, los tres asienten. Leonor no dice nada.  Escuchan ladrar los perros, Leo toma la escopeta y sale hasta la puerta, ellos la siguen. Un hombre de ruana blanca viene por el flanco del camino y se acerca al portalón. ¿Qué se le antojará al cura Tancredo?, pregunta ella.

 Leonor apoya el arma en el muro, mueve la mecedora, se la ofrece al cura, las hojas de un ciprés caen. Hablan de Aristóbulo, usted sabe, padre, somos arrendatarios, ni la casa ni la tierra es nuestra. Sin el hombre tal vez ya no tengamos trabajo, y no hay a dónde ir. Dígame usted, padre, ¿Qué voy a hacer?  Tancredo calla, piensa por un momento y le dice, me puedo llevar la niña a la parroquia, no le faltará comida, ni cariño, y a los muchachos les conseguimos un lugar en el seminario. Leo levanta el rostro y mira al cura como si no le creyera. Si no van a la escuela y los tiene en el cultivo, las trabajadoras de Bienestar, se los pueden quitar.  ¡Aquí las espero, con esto me defiendo! Tancredo antes de irse, sacó de bajo de la ruana una manotada de medallas del Niño Jesús que repartió entre todos “para que los proteja de todo mal y peligro”.

 Ramiro y Lucía están solos en casa, Leo y el mayor han ido al cultivo. Miran por la ventana el potrero y a este lado el cultivo de flores. Ramiro le toma la mano a Lucía y le pregunta si quiere jugar, ella piensa, mejor no, dice, y él le chupa un dedo y sin decir nada van hasta la cama de su madre en la habitación grande, se acuestan de lado, ella se abre el vestido y le deja la espalda a Ramiro, él junto a ella le respira en la nuca y le hace cosquillas, ella ríe y él se acerca y la aprieta, mejor no, vuelve a decir ella, y las cosquilla se prolongan hasta que después de un ataque de risa se quedan dormidos.

 Cuando Ramiro despierta Lucia no está, se levanta y la busca en toda la casa. La llama, se le ocurre que fue al campo de flores a contarle a Leonor, sale corriendo, toma el sendero, se interna en el cultivo hasta que los encuentra, llora, no puede respirar, ni hablar. Todos regresan al rancho, buscan debajo de las camas, en los armarios, en los costales, en los matorrales cercanos, en el corral, en el zarzo, la llaman a gritos.

 El mayor acude a donde los vecinos, se reúnen y en grupos, salen a buscar a la niña. Leo va al pueblo armada en busca del capitán del puesto de policía. Al regreso un vecino se acerca y le muestra un saco azul. Leo lo revisa, sí es de ella, yo se lo tejí. ¿Dónde lo encontró? Bien abajo en el río, en la curva de San Antero. Leo corre en dirección al playón, como una loca, gritando por su niña, camina por la orilla, encuentra el vestido y los zapatos. Es ya casi de noche y la gente que acompaña le pide que regrese. Hoy ya no podemos hace nada, es tarde y los hombres tienen hambre.

 Leonor entra al rancho, todos se sientan a la mesa, Ramiro trae tinto, ella lo mira y le pregunta, qué estaban haciendo. Dormíamos en su cama. Ella y usted en mi cama, qué hacían ahí los dos. Jugábamos a las cosquillas. Mentiroso, jugaban a los novios. Y le cruzó el rostro con una bofetada que lo hizo caer. Fue hasta la puerta, caminó bajo la noche y miró cómo las estrellas se fundían en una línea, sintió un peso que la doblaba, se sentó en la mecedora y escuchó el crujir de los pinos.

 El gallo canta y Leo sale en compañía del mayor, debajo del pañolón negro lleva el arma del difunto. Todo el día camina preguntando a quien ve, si han visto a su niña. Cruza la carretera y al otro lado en el bosque de eucaliptus, ve a Jacinto, sorbiéndose su licor de contrabando en un frasco de jarabe. Se acercan y Leo le pregunta si ya está borracho. Sumercé, doña Leonor, no me ofenda, esto que tengo aquí, dice mostrando el frasco, es un reconstituyente. Agradezca que me encontró, yo vi pasar una niña, como de doce años, iba por allá, puaquel lado, ayer como a las cuatro, no le digo que sea la suya. Con quién iba, Jacinto. Iba de la mano, como quien va pal río, de la mano de un hombre. ¿Qué hombre, qué hombre? Un fulano que llevaba ruana blanca, como la del cura Tancredo.

 Leo le pide a su hijo que regrese al rancho. Iré al pueblo le dice y se echa a andar, llega al parque se sienta exhausta en uno de los bancos, mira la iglesia, en un momento se levanta, atraviesa la plaza, va hasta la casa cural, siente un olor a cera al entrar, no hay nadie en el despacho, espera, se siente agotada, no cree aguantar más, y sin que lo perciba, Tancredo le coloca una mano en el hombro, ella se sobresalta, se levanta y lo encañona. ¿Qué pasa Leonor? Eso le pregunto yo a usted. Apenas llegué hace una hora de la  capital y me enteré de la desaparición de Lucía. Bien linda que es, parece una virgencita…Leonor apretó el gatillo, le puso una bala en el pecho al cura que le atravesó de lado a lado la ruana blanca y lo lanzó al fondo. Ella se arrodilla para cerciorarse de que esté bien muerto, se santigua, mete la escopeta debajo del pañolón y sale a la plaza.

 

Atraviesa el parque, en dirección al cuartel de policía, camina sin esperanza, sube las gradas, recorre el pasillo y entra a una oficina cochambrosa donde el capitán duerme sentado en una silla apoyada en la pared. Leo se para a verlo dormir, con el cañón le hurga el abdomen, el policía despierta sobresaltado e intenta sacar su revólver. Vengo a entregarme, deténgame, le dice. Como si no entendiera, él pregunta si encontró a la niña. ¿No me ha oído? Acabo de matar al cura Tancredo.

 

Leonor fue puesta en uno de los dos calabozos de la inspección hasta que el juzgado penal le abra la instrucción. Al día siguiente, mientras una manifestación de creyentes se agolpa alrededor de la inspección, pidiendo linchar a Leonor, una monja, Sor Jesús, cubriendo a la persona que escolta, se abre paso por entre la gente, intentando llegar a la inspección, custodiada por los cinco policías del pueblo. Pide a gritos que la dejen hablar con el capitán, es urgente, muy urgente, hasta que él sale y le pregunta qué sucede. Debemos entrar dice ella, a regañadientes, el capitán la hace pasar y una vez adentro ella descubre a su acompañante.

 Lucía está triste, parece desconcertada, pregunta por su mamá. La encontré río abajo, había caído, le quité la ropa que estaba desgarrada y la envolví en una manta, la llevé conmigo al convento, tenía mucho miedo. ¿Y por qué no la trajo de inmediato?, vociferó el capitán. No podía, mis obligaciones con la orden me retuvieron hasta hoy, y ella estaba tan agotada que durmió quince horas seguidas, era mejor dejarla descansar.

 —Capitán, le pido que le avise a su madre…no imagino lo que debe estar sufriendo esa mujer, quisiera hablar con ella.

— Vea hermana, la madre de la niña está aquí mismo, la tengo allá detrás en el calabozo, incomunicada, nadie puede hablar con ella.

—Capitán, usted no puede detenerla, ella no tiene responsabilidad, de lo poco que la niña ha dicho, pienso que podría tratarse de un intento de suicidio. El río estaba crecido…si no hubiera estado yo ahí en la embarcación del convento, habría muerto…

—Hermana, vio usted toda esa gente fuera de la inspección…

—¿Quién no la vería? ¿A qué semejante escándalo?

—.Quieren linchar a Leonor, la mamá de la niña.

—Qué barbaridad—dijo la monja levantando los brazos—ni que la pobre mujer hubiera matado un cura.

 

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