Quilambó no tiene historia escrita,
nada permite comprobar si los abuelos son los que dicen ser, aun conociendo
cada centímetro de la playa hasta el manglar. “Entrás a esa selva y salís
fantasma” decía Gregorio. Con miedo, los gemelos se acercaron
buscando a su padre. Entrá vos primero – dice Dubier - ¡No, vos sos
el mayor! Cinco minutos antes no me hace el mayor, entrá vos. No,
entrá vos. Rodrigo empuja a Dubier y cae sobre un viejo tronco podrido,
donde las larvas reptan silenciosas. De un salto se levanta, agarra el brazo
del hermano y cae con él. Quietos, con el corazón a punto de
reventar, ven entre la hojarasca el rostro del padre, los gusanos le han
devorado los ojos, la nariz y los labios. Rodrigo sale corriendo del manglar,
llora, grita y jura vengarse, corre tan rápido que Dubier no puede
alcanzarlo. Llega a la unidad del ejército, donde está cantonado prestándole
servicio a la patria. Es un soldado ejemplar, la madre da la vida por él, los
vecinos, hasta los gatos. En cambio a Dubier, sólo lo quieren las putas y los
granujas.
Dubier espera que le sirvan la comida,
desde la ventana de la cocina ve el sol esconderse detrás del mar, el mismo sol
y el mismo mar que vio hace diez años cuando encontraron a Liborio Calvo,
muerto entre la hojarasca.
El calor es sofocante, no hay brisa,
no se mueve una hoja, la gente en la puerta de los ranchos trata de darse un
poco de fresco con abanicos de periódico. Algunos se estiran con pereza mirando
a la nada, esperando que la modorra los lleve a un sitio mejor, nadie
habla. El silencio se interrumpe con un grito y un estampido de gaviotas
asustadas surca el cielo.
- ¿Quieres que me coma esta porquería?
¡Está bien me la comeré, sé que la hiciste con cariño! Pero decime madre, por
qué siempre le servís lo mejor a Rodrigo.
- ¿Otra vez Dubier?
- Me largo al bar.
- ¡Un día de estos…!
- Un día de estos ¿qué?
- Aparecés muerto. -¿Por qué no te
largás? ¡Buscate una mujer y hacés tu propia vida!
Dubier da un golpe en la mesa, se
levanta, la madre se arrodilla, con el delantal limpia el rostro untado de
guiso y lágrimas. Se acerca a la ventana, observa a un grupo de soldados
conversar con las muchachas, ve a Rodrigo. Apoya el rostro en el vidrio,
envuelta en un aura de recuerdos, el cielo la premió con dos hijos
idénticos, indistinguibles, solo por el lunar de atrás de la oreja de Dubier.
Rodrigo ahuyenta los pensamientos de
la mujer, su risa definitiva, la cabellera adornada con flores frescas, las
prendas de algodón estampado en flores cubriéndole el cuerpo. Dubier discute,
sigue discutiendo, pero un buenas noches tímido, lo hace girar con
brusquedad y encontrarse con una mujer de escasos diez y ocho años, ojos
grandes, cabello negro, lacio. Rodrigo la toma de la mano y ella atraviesa la
puerta rozando el brazo del futuro cuñado.
- Madre, vas a ser abuela. Rosa se
viene a vivir con nosotros. Los tres se abrazan.
Dubier mira distante, sale, pasa
por la cantina, sordo al estruendo de la música y a los gritos de las meseras
que lo llaman. El prostíbulo lo hace sonreír, la memoria lo lleva a la
adolescencia junto a mujeres a quienes amó vestido de soldado, haciéndose pasar
por Rodrigo.
Rodrigo no ha vengado la muerte de Libo, busca asesinos pero nunca los encuentra. Se siente frustrado, tantos años perdidos y un juramento sin cumplir. El llanto del bebé lo desespera, no le preocupa ni la mujer ni el hijo. Busca un asesino. ¡Malditas botas, ayudame a sacarlas! ¿O tengo que llorar como este crio…? Sacámelas, me aprietan. Rosa se arrodilla, Dubier aprieta los puños, lo detiene la mirada fría de la madre que se ha detenido en el pasillo.
Rodrigo no ha vengado la muerte de Libo, busca asesinos pero nunca los encuentra. Se siente frustrado, tantos años perdidos y un juramento sin cumplir. El llanto del bebé lo desespera, no le preocupa ni la mujer ni el hijo. Busca un asesino. ¡Malditas botas, ayudame a sacarlas! ¿O tengo que llorar como este crio…? Sacámelas, me aprietan. Rosa se arrodilla, Dubier aprieta los puños, lo detiene la mirada fría de la madre que se ha detenido en el pasillo.
Las súplicas escuchadas por el
todopoderoso hacen que los hermanos ya no discutan y por primera vez van a
celebrar a la cantina. Las meseras proponen adivinar quién es el soldado y
quién es el vago. Pirinola entra al bar y con insultos pide a gritos que lo
atiendan. Este es el vago – dicen ellas – y Deisy va a sentarse a
las piernas de Dubier. Pirinola le propina un golpe y cae herida,
Rodrigo rompe una botella, Dubier intenta pararse, pero dos sujetos
armados lo detienen. Pirinola aprieta el arma contra su frente. Deisy con el
rostro ensangrentado pide ayuda, todos se retiran y los gemelos son obligados a
subir a una camioneta. Toman la calle destapada que lleva a los acantilados.
Barroso dispara a Rodrigo en la pierna. Dubier recibe un golpe y un disparo en
la suya. Cuando llegan al acantilado los arrojan sin siquiera detenerse, sangre
sobre la arena.
Pasan veintitrés semanas sin noticias
de ellos. La madre se queda con las canciones de cuna perdidas entre los
tiestos de la cocina, cantando lamentos y tristezas junto a Rosa. El
suelo arde, la gente se sienta en viejos taburetes de cuero a hacer la
siesta, la modorra la hace soñar despierta. Las auras vuelan en círculo.
Las gaviotas giran asustadas, los perros inquietos ladran. Los pescadores
recogen sus redes. En el horizonte de la playa un punto. Ellos siguen en su
faena hasta que el punto se hace hombre. Y media hora más tarde, el hombre
cicatrizado, apoyado en una muleta, sin camisa y con pantalones de tela
camuflada, llega hasta ellos. Es Rodrigo – dice uno -.
La madre le toca las mejillas, mete
sus dedos entre el pelo, le toca las cicatrices, él viene lleno de silencio y
ellas tienen miedo a preguntar. La vieja le había perdido el sentido a la vida,
la vejez y la conciencia le pesan tanto como el dolor. Mientras la madre
llora de alegría, los vecinos, los de aquí, los de allá, los pescadores que
contaron a sus mujeres, todos corren a la casa de los gemelos, y mientras la
madre sale para hablar con ellos, Rosa y Rodrigo se besan. Se dan besos
largos, todos los que dejaron de darse, sus manos se enredan en caricias como
raíces de mangle. Rosa sonríe, le besa la mejilla, el cuello y va detrás
de la oreja, le besa y le besa el lunar diminuto, y le dice quedamente.
- Rodrigo, te amo…
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