sábado, 27 de octubre de 2012

Su última caricia


-   Vuelvo a la casa donde pasé mi infancia, asusta. Entro y recorro las habitaciones, huele a humedad, las puertas tienen gorgojo, las ratas se intimidan al escuchar mis pasos. Llego al patio de mis juegos,  imagino la golosa que dibujamos con las tizas robadas del colegio. Toco los muros, que eran blancos, y veo las macetas de geranios, hortensias y helechos que colgaba mi madre.  Me sorprende ver todavía algunas huellas marcadas con la escalera,  me da tristeza, la utilizábamos para ver a Firpo, el perro del vecino. Se alborotaba con la algarabía del juego, subíamos a ver a ese  gigante gris con manchas en todo el cuerpo, vivía en un pasillo largo y angosto, lleno de matas  y rosales secos con muchas espinas. Las paredes tenían  grietas y lama, el dueño solía dejarlo abandonado y sin comida.  Nos daba miedo cuando saltaba y alcanzaba a tocar con las patas el borde del muro que nos separaba. Nuestra mascota ladraba también, trepaba el primer peldaño y caía, como un resorte se levantaba de nuevo a seguir ladrando. Compañeros de juegos éramos los cuatro, aunque a veces pensaba que Firpo era un  perro fantasma. 


      El último día que lo vimos nos hicieron bajar de la escalera, mi madre tenía las maletas listas. Mi padre abrió la puerta del auto y entramos mi hermano y yo. Nos llevaban a pasar vacaciones a casa de los abuelos.  Era una casa esquinera demasiado grande para una niña de ocho años que se perdía en las inmensas alcobas, en los pasillos que llevaban a la cocina, a las huertas, a otra casa vacía, donde vivían fantasmas, eso decía la gente del pueblo.
-          Van a disfrutar ya verán,  van a  recoger manzanas, peras, moras, las fresas que tanto les gusta.  Allí están  Nerón y Ágata,  se sentirán acompañados.
     Mi padre trataba de consolarnos sin obtener una sílaba de nosotros.  Los abuelos huelen mal, las tías sólo tejen  y Eulalia está metida en la cocina todo el tiempo, eran mis pensamientos y sé que los de mi hermano también.   Miro por la ventana el paisaje, es bonito, mejor que el  pasillo donde vive Firpo, era la primera vez que sentía  dolor, sabía que mis padres se iban a separar, muchas veces los oí discutir.

     Llegamos -  dijo mi padre -  Desperté a mi hermano  con un beso en la frente y Nerón saltó sobre nosotros moviendo la cola, dándonos besos. 
-          Déjalos Nerón - gritó la abuela - No lo toquen -

L   Los abuelos hablaron con mi padre un rato muy largo, nos besó y se fue.  No lloré,  siempre fui fuerte. Las tías nos acomodaron en las habitaciones. Comíamos a las seis, rezaban el rosario y nos acostábamos, cuando ya estaban todos dormidos mi hermano pasaba temblando y se metía entre las cobijas conmigo.  Dormíamos abrazados, veíamos fantasmas, sombras, escuchábamos ruidos, ahora me imagino que eran los árboles que se movían.
    Mi abuela sentada en la mecedora nos veía jugar. Por encima de la gafas, nos miró, sonrió, dejó el periódico a un lado y observó al perro. Levantó la mirada después de acomodar los lentes y le hizo una seña  al abuelo.  Paró el juego y llevó  a Nerón al cuarto de los chécheres, no  podíamos entrar, mucho menos tocarlo, arañó  la puerta, aulló, allí pasó  el resto de la tarde y toda la noche. Por la mañana salió del encierro, batió la cola con desespero, me acerqué y le di un beso.
-   ¡No entiendes que no lo puedes tocar! -   me gritó la abuela.
    Corrí al cuarto y escuché a mis tías hablar. – Pobres niños se habían encariñado con el perro, primero sus padres y ahora sacrificar a Nerón -  Me fui deslizando y  quedé sentada,  llorando, sin que ellas se dieran cuenta. Miré de un lado para otro, no había escondites, ni puertas secretas,  debajo de la cama no podía esconderlo, Nerón era muy grande.
     Dejé que todos se durmieran, mi hermanito abrazó el oso y quedo profundo.  Mi abuelo había dejado la puerta entreabierta, abracé a Nerón, lo llevé despacio y con cautela por el pasillo, salimos en medio de la oscuridad. Corrimos hasta donde el cansancio nos venció. Los pájaros comenzaron a trinar y me di cuenta que tenía que salir de allí, caminamos por senderos, grutas, bosques y no supe por dónde seguir, estábamos perdidos. Nerón estaba cansado, tenía sed y yo hambre, busqué en el  bolsillo, sólo tenía un caramelo, lo partí  en dos.  Ya era de día, seguro nos estarán buscando, pensé.  Anochecía y no podía caminar más, me recosté sobre Nerón y nos quedamos dormidos.
     Nerón empezó a ladrar, abrí los ojos, el abuelo y  los vecinos me miraban, él me tomó del brazo, gritos y ladridos se confundían.
-    Corre Nerón, vete, vete - Le ordené.
     Me dolía la cabeza, me sentía fatigada, la abuela preocupada me cobijó en la cama de ella, me trajo a Flora, una muñeca de trapo, la abracé y dormí toda la noche.  La envolví  en telas, me enojaba con ella, la sacudía cuando le preguntaba dónde estaba Nerón y no me respondía, le quitaba los brazos de tanto torcerlos y mi abuela con paciencia los volvía a coser.  Sentada con la muñeca en el zaguán de la entrada  sentí rasguños en la puerta, abrí y ahí estaba sentado. El cansancio no lo dejó demostrar alegría, estaba sucio, olía a feo, levantó la mano para saludar  y lo llené de abrazos y besos, sus paticas ya no soportaban caminar más, estaban inflamadas, ensangrentadas tras caminar durante tres días buscando la casa.
-     ¿Qué haces? ¡Sabes que no lo puedes tocar, quítate de ahí!- Gritó  la abuela.
      Nerón movió  la cola en espera de una caricia,  había vuelto y ya nadie lo sacaría, estaba en casa con su familia. Se echó en el zaguán, lamió las ampollas, durmió todo el día, de vez en cuando alzaba la cabeza al sentirnos, batía la cola y su mirada nos decía que muy pronto correría de  nuevo con nosotros. La ilusión duró poco, el médico insistió en sacrificarlo.
    Grité y pateé,  el abuelo me tomó con  rabia,  fue una lucha cuerpo a cuerpo, Nerón con el veterinario y yo con el abuelo, lucha que terminó en rasguños, puños y llanto.  El abuelo  lloró conmigo, escuché un lamento y cayó al suelo. No me importó y salí detrás de la camioneta donde llevaban a Nerón. Más tarde vino la ambulancia a llevarse al abuelo. ¡Es mi culpa! ¡Quiero morir con él!
    Limpié mi nariz con la falda de Flora  y me senté  en el zaguán, llorando en silencio, en el mismo sitio donde mi amigo fiel esperó su última caricia, en el mismo sitio donde el abuelo esperó mi última caricia.
    Llevo muchos años culpándome, ahora vuelvo a la casa donde pasé años maravillosos con una familia también maravillosa, la maleza rodea la casa, recojo algunas vasijas tiradas, encuentro a Flora. No sé por qué está allí en casa de mis padres, a lo mejor fue mi hermano quien la trajo. Le doy un beso, entro a la cocina donde mi madre preparaba postres. Algo toca mi pierna, asustada lanzo a Flora que cae en el hocico de una diminuta perra manchada, otro va detrás y otro,  la madre asustada me mira con ojos de terror. La acaricio. - Nada  va a pasar, tranquila -  Tengo una nueva familia a quien cuidar.

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